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sábado, 15 de junio de 2019

Juan Carlos Bustriazo Ortiz: Elegías de la piedra que canta (I, V y VIII)







I

Tan huesolita que te ibas

tan envidiada de qué sombras la tierra ardía huesolita
la siesta ardía melodiosa tan como ibas tu sonrisa era
una piedra arrobadora y era otra piedra mi costilla
dulcequeamarga solasola cuajada de alta pedrería eran
tus voces tan palomas eran tus manos piedras finas
guitarra tan azuladiosa eras la piedra que acaricia piedra
te ibas quién te roba última brisa de la brisa o
flauta mía o leja y rota tan huesolita que te ibas tan
de la gracia mucha y poca si cuando vuelvas ves mis
días oh piedra llena llaga
                                        hermosa!




V

Te regalé unas cuentas indias

y había un color de aroma hereje tan sobre mi caía el
cielo amarilleaba su piel verde yo sé que labro joya
oscura sólo por vos que me la entiendes porque a vos
te hablo en esta piedra enrumorada de caldenes quién
sino vos me la naciste y en quién sin vos ella se mece
te di en la tierra qué colores sonorositos magamente
remotas gemas de collares ascuas de piedras de otras
gentes besos de piedras recobradas entre tus manos
vieja fiebre alegría vieja o amoríos de aquella aquel que
están sin frente te regalé gualicheríos piedras de dulces

                                     redondeles




VIII

Luego serás cuajada luna

y cuidarás las ovejitas verdes del monte paridoras oh
baladoras sus orillas hasta el confín de sus balidos
luego serás que laguniñas niñaslagunas monteadoras
serás la leche más rocía y serás más más que la luna
serás la luna repetida y repetida hasta mi hueso serás
la flor reventoncita luego serás lo que yo quiera lo que
vos quieras que te pida te apagaré tan mansamente
boca con boca la sonrisa te moleré como quien muele
silvestres bayas maduritas serás más luna que la luna
por machacada
                        revivida




En Elegías de la piedra que canta  (1969)

sábado, 1 de junio de 2019

Manuel Mujica Láinez: La pulsera de cascabeles, 1720







 Por el ventanuco enrejado, Bingo espía a los negreros ingleses. Sus figuras se recortan en la barranca del Retiro, con fondo de crepúsculo, más allá de las higueras y de los naranjos. Fuman sus largas pipas de tierra blanca, con los sombreros echados hacia atrás, y sus casacas color pasa, color aceituna, color miel y color tabaco se empañan y confunden sus tonos frente al esclavo que llora. Bingo vuelve los ojos hacia su hermana muerta, que yace junto a él sobre el suelo duro. A lo largo de la habitación, apíñanse los cuerpos sudorosos. Hay treinta o cuarenta negros, hombres y mujeres, los unos sobre los otros, como fardos. Su tufo y sus gemidos se mezclan en el aire que anuncia el otoño, como si fueran una sola cosa palpable.

  En la barranca, los ingleses de la South Sea Company pasean lentamente. Rudyard, el ciego, tantea la tierra con su bastón. Ríe de las bromas de sus compañeros, con una risa pastosa que estremece sus hombros de gigante. Se han detenido frente a la fosa que cavan los africanos, más allá de la huerta. Ya sepultaron a doce apestados. Basta por hoy.

  Bingo salmodia con su voz gutural, extraña, una oración por la hermana que ha muerto. Su canto repta y ondula sobre las cabezas de los esclavos como si de repente hubiera entrado en la cuadra una ráfaga del viento de Guinea. Incorpóranse los otros encarcelados y mientras la noche desciende suman sus voces a la melopea dolorosa.

 Pero a los empleados de la South Sea Company poco les importan los himnos lúgubres. Están habituados a ellos. Tampoco les importa la peste que diezma a los cautivos. Mañana fondeará en el Riachuelo un barco que viene de África con cuatrocientos esclavos más. Los negocios marchan bien, muy bien para la Compañía. Hace siete años que adquirió el privilegio de introducir sus cargamentos en el Río de la Plata, y desde entonces más de una fortuna se labró en Londres, más de un aventurero adquirió carroza y se insinuó entre las bellas de Covent Garden y del Strand, porque en el otro extremo del mundo, en la diminuta Buenos Aires, los caballeros necesitan vivir como orientales opulentos, dentro de la sencillez de sus casas de vastos patios.

  Rudyard, el ciego, muerde la pipa blanca. Pronto llegará la hora de buscar a su favorita, a Temba, la muchachita frágil que lleva en la muñeca su pulsera de cobre con tres cascabeles. Ignora que Temba ha muerto también. Ignora que en ese mismo instante Bingo, su hermano, la está despojando del brazalete.

  Desnúdase la noche, velo a velo. El edificio de la factoría comienza a fundirse con las sombras. Los negreros se enorgullecen de él. Es uno de los pocos de Buenos Aires que cuenta con dos pisos. Se levanta en las afueras de la ciudad, entre enhiestos tunales, en un solar que antes perteneció al gobernador Robles, al general don Miguel de Riglos y a la Real Compañía portuguesa, y que se extiende con más de mil varas de frente, sobre el río, y una legua de fondo, hacia la llanura.

  A esa casa regresan los ingleses. Junto a la fosa, sobre la tierra removida, las palas quedaron espejeando, abandonadas a la luz de las estrellas. En la galería los hombres se separan de Rudyard. Ríen obscenamente porque saben a dónde va. Palmean las anchas espaldas del ciego, quien se aleja, vacilando, hacia la cuadra hedionda.

  Su mujer de la pulsera... su mujercita de la pulsera... Bajo los ojos incoloros, inmóviles, terribles, apagados para siempre por la enfermedad cruel de Guinea, se le frunce la nariz y le tiembla la papada colgante. Esto de la pulsera de cascabeles es invención suya, sólo suya. Cuando descargan en el Retiro una remesa de África, Rudyard anda una hora entre las hembras, manoseándolas o rozándolas apenas con las yemas sutiles. Hasta que escoge la preferida y le ciñe, para reconocerla entre el rebaño oscuro, la pulsera de cobre. Nunca se equivoca en la elección. Sus compañeros lo comentan chasqueando la lengua, maravillados. Ni tampoco osará la mujer quitarse la ajorca. Una lo hizo y recibió cien azotes, a la madrugada. Había muerto ya cuando iban por la mitad de la cuenta. Su cabeza pendía a un costado, como una gran borla crespa, y seguían azotándola.

  El ciego palpa los muros. Titubea su bastón. Su mujercita de la pulsera, miedosa, fina... Será su última noche, porque mañana aparecería por la factoría, después de atravesar la ciudad por el camino del bajo, desde la barraca del Riachuelo, la caravana de carne nueva.

 Descorre el cerrojo y empuja la puerta. Su enorme masa ventruda bloquea la entrada. Llama, impaciente:

  —¡Temba! ¡Temba!

  En el rincón le responde el son familiar de los cascabeles, asustado. El ciego sonríe. Noche a noche repite la escena que le divierte. Se hace a un lado para que la muchacha pase. La cazará al vuelo, al cruzar la puerta, como si fuera un pájaro veloz, y la arrastrará al jardín.

  Bingo se alza y toca en silencio la mejilla de su hermana. Sesenta ojos están fijos en él. Brillan en la inmensa habitación, como luciérnagas. Sólo los ojos de Rudyard, espantosamente claros, no relampaguean. Todo calla en torno suyo. Se oyen las respiraciones jadeantes. El olor es tan recio que, con estar acostumbrado a él, el inglés se lleva una mano al rostro.

  El negro es elástico, delgado y pequeño como su hermana. Se le señala el esqueleto bajo la piel. Avanza encorvado hacia el enemigo y a su paso los cuerpos de ébano se apartan, sigilosos.

  —¡Temba! ¡Temba!

  Temba descansa para siempre, rígida, y Bingo levanta en la diestra, como una sonaja de bailarín, la pulsera de cobre. Sólo tres metros le separan ahora del gigante ciego. Calcula la distancia y de un brinco salta por el vano de la puerta. Rudyard le arroja el bastón entre las piernas, pero yerra el golpe. Las sonajas cantan su victoria afuera, en la galería.


  Rudyard asegura los cerrojos y se echa a reír. Arriba, los negreros ríen también, borrachos de gin, acodados sobre la mesa como personajes de Hogarth. Escuchan los trancos inseguros del ciego, los choques  de su bastón contra las columnas, la vocecita de los cascabeles.

  —¡Temba! ¿Dónde estás?

  Temba está en la cuadra, con los brazos sobre los pechos de mármol negro. Los esclavos no osan acercarse. Se acurrucan en los rincones. Hoy no podrán dormir. Escuchan, escuchan, como sus amos, el claro repiqueteo de las bolas de cobre.

  Bingo baila, enloquecido, alrededor del hombracho. El inglés no para de reír y revolea su rama de pino. Han dejado el corredor y van el uno detrás del otro, hacia el declive de la barranca: el que huye, ágil como un simio; el perseguidor, pausado, macizo como un oso. Y todo el tiempo cantan los cascabeles. Hasta que Rudyard, fatigado, termina por enfurecer. Fustiga los limoneros, los perales. Embarulla los idiomas:

  —¡Temba! ¿Dónde te escondes? Where are you, tigra?

   Sus botas destrozan las coles de la huerta, las cebollas, los ajos, las lechugas.

  Han alcanzado el lugar en el cual fueron sepultados los negros. Bingo salta sobre la fosa y hace sonar los cascabeles. Es como si una serpiente llamara entre las tunas, con sus crótalos, con su tentación.

  El ciego da un paso, dos, tres, balanceándose pesadamente, y su capuchón se derrumba en la humedad del hoyo. El negro no le concede un segundo de respiro. Levanta la pala como un hacha y, de un golpe, le parte el cráneo. Luego, sin un instante de reposo, empieza a cubrirlo de tierra. La pulsera de cascabeles lanza por última vez su pregón al aire, cuando cae en la fosa, sobre la casaca color aceituna.

  En la factoría roncan los ingleses su borrachera, y los esclavos despiertos se abrazan, tiritando de frío.




Manuel Mujica Láinez
En Misteriosa Buenos Aires (1950)
Retrato de Manuel Mujica Láinez
©Alicia D'Amico
Portada de Misteriosa Buenos Aires

domingo, 19 de mayo de 2019

Francisco Urondo: Del otro lado







Del otro lado

Cuando estuvimos desesperados, alguien
contó la historia.

No se la puede escuchar serenamente, tiemblan
las manos, el corazón se encoge de dolor;
da un poco de miedo mirar a la gente, detenerse.

Ocurre lo de siempre.

Estábamos perdidos y la historia era confusa. Nada
tenía que ver con la certeza, ni
con el muslo de la bataclana. No
intervinieron traiciones; no es
una vulgar historia de fervores o de mantenidas.

Tu mano es necesaria para sobrellevarla. También
aquella vez (siempre aquella vez) apagaron
las luces y fue necesaria la presencia de tu mano.

Nos apretamos las manos en la sala impenetrable, temblamos
ante la cólera que aún no se había manifestado, que nunca
llegaría a marcarnos como sospechábamos, sino
de otra manera. Nuestras manos
procuraban ordenar el temblor, dominar el doloroso pánico;
y todo porque Humphrey Bogart había resucitado.

Estábamos perdidos en aquel
cine y él no era como el redentor; su cruz
no era un mandato, era
la inteligencia del hombre, era la resurrección
de la ciencia y de nuestros queridos finados.

Hace mucho que nos pasó esto; la mano
fría del cadáver impenitente
rozaba los sueños,
acariciaba nuestros tiernos rostros despavoridos.

Desde aquella vez no sabemos qué hacer con las historias,
con los muertos que no aceptan su desdichada condición, no
sabemos qué hacer con el miedo; no sabemos
encontrar nuestras manos, nuestra
tristeza. El mundo inconsistente.

Hubo muchas anécdotas como ésta ¿Quién
no tiene cosas horribles que contar? ¿Quién no tiene
su historia? Pero nadie supo qué decir, nadie supo
qué hacer, cuando alguien contó la historia.
Seguramente al escucharla buscarás una mano; será
como antes, pero enseguida
intentará olvidar que estuvimos tristes o asustados.

Tampoco sabrás qué decir cuando se haga tarde; lo de siempre:
tendrás ganas de llorar, y nada más.

Nadie esperaba una historia como ésta, tan lamentable ¿Por qué
no llorar entonces? ¿Por qué no perderse en la espesura de la sala?

Se derramará sobre tu memoria,
como el alcohol que se vuelca entre los nervios y la madrugada;
la historia sobrevolará tu linda cabecita,
será un cuervo que sacudirá tus entrañas corrompidas,
que despeinará cariñosamente tu pelo.





En Del otro lado (1967)
Luego en Obra Poética (2014)



domingo, 5 de mayo de 2019

Gabriel García Márquez: La última y mala noticia sobre Haroldo Conti








A Haroldo Conti, que era un escritor argentino de los grandes, le advirtieron en octubre de 1975 que las fuerzas armadas lo tenían en una lista de agentes subversivos". La advertencia se repitió por distintos conductos en las semanas siguientes y, a principios de 1976, era ya de dominio público en Buenos Aires. Por esos días, me escribió una carta a Bogotá, en la cual era evidente su estado de tensión. "Martha y yo vivimos prácticamente como bandoleros", decía, "ocultando nuestros movimientos, nuestros domicilios, hablando en clave". Y terminaba: "Abajo va mi dirección, por si sigo vivo". Esa dirección era la de su casa alquilada en el número 1205 de la calle Fitz Roy, en Villa Crespo, donde siguió viviendo sin precauciones de ninguna clase hasta que un comando de seis hombres armados la asaltó a medianoche, nueve meses después de la primera advertencia, y se lo llevaron vendado y amarrado de pies y manos, y lo hicieron desaparecer para siempre. Haroldo Conti tenía entonces 51 años, había publicado siete libros excelentes y no se avergonzaba de su gran amor a la vida. Su casa urbana tenía un ambiente rural: criaba gatos, criaba palomas, criaba perros, criaba niños y cultivaba en canteros legumbres y flores. Como tantos escritores de nuestra generación, era un lector constante de Hemingway, de quien aprendió además la disciplina de cajero de banco. Su pensamiento político era claro y público, lo expresaba de viva voz y lo exponía en la prensa, y su identificación con la revolución cubana no era un misterio para nadie.

Desde que recibió las primeras advertencias tenía una invitación para viajar a Ecuador, pero prefirió quedarse en su casa. "Uno elige", me decía en su carta. El pretexto principal para no irse era que Martha estaba encinta de siete meses y no sería aceptada en avión. Pero la verdad es que no quiso irse. "Me quedaré hasta que pueda, y después Dios verá", me decía en su carta, "porque, aparte de escribir, y no muy bien que digamos, no sé hacer otra cosa". En febrero de 1976, Martha dio a luz un varón, a quien pusieron el nombre de Ernesto. Ya para entonces, Haroldo Conti había colgado un letrero frente a su escritorio: "Este es mi lugar de combate, y de aquí no me voy". Pero sus secuestradores no supieron lo que decía ese letrero, porque estaba escrito en latín.

El 4 de mayo de 1976, Haroldo Conti escribió toda la mañana en el estudio y terminó un cuento que había empezado el día anterior: A la diestra. Luego se puso saco y corbata para dictar una clase de rutina en una escuela secundarla del sector, y antes de las seis de la tarde volvió a casa y se cambió de ropa. Al anochecer ayudó a Martha a poner cortinas nuevas en el estudio, jugó con su hijo de tres meses y le echó una mano en las tareas escolares a una hija del matrimonio anterior de Martha, que vivía con ellos: Myriam, de siete años. A las nueve de la noche, después de comerse un pedazo de carne asada, se fueron a ver El Padrino II. Era la primera vez que iban al cine en seis meses. Los dos niños se quedaron al cuidado de un amigo que había llegado esa tarde de Córdoba y lo invitaron a dormir en el sofá del estudio.

Cuando volvieron, a las 12.05 horas de la noche, quien les abrió la puerta de su propia casa fue un civil armado con una ametralladora de guerra. Dentro había otros cinco hombres, con armas semejantes, que los derribaron a culatazos y los aturdieron a patadas.

El amigo estaba inconsciente en el suelo, vendado y amarrado, y con la cara desfigurada a golpes. En su dormitorio, los niños no se dieron cuenta de nada porque habían sido adormecidos con cloroformo.

Haroldo y Martha fueron conducidos a dos habitaciones distintas, mientras el comando saqueaba la casa hasta no dejar ningún objeto de valor. Luego los sometieron a un interrogatorio bárbaro. Martha, que tiene un recuerdo minucioso de aquella noche espantosa, escuchó las preguntas que le hacían a su marido en la habitación contigua. Todas se referían a dos viajes que Haroldo Conti había hecho a La Habana. En realidad, había ido dos veces —en 1971 y en 1974—, y en ambas ocasiones como jurado del concurso de La Casa de las Américas. Los interrogadores trataban de establecer por esos dos viajes que Haroldo Conti era un agente cubano.

A las cuatro de la madrugada, uno de los asaltantes tuvo un gesto humano, y llevó a Martha a la habitación donde estaba Haroldo para que se despidiera de él. Estaba deshecha a golpes, con varios dientes partidos, y el hombre tuvo que llevarla del brazo porque tenía los ojos vendados. Otro que los vio pasar por la sala, se burló: "¿Vas a bailar con la señora?". Haroldo se despidió de Martha con un beso. Ella se dio cuenta entonces de que él no estaba vendado, y esa comprobación la aterrorizó, pues sabía que sólo a los que iban a morir les permitían ver la cara de sus torturadores. Fue la última vez que estuvieron juntos. Seis meses después del secuestro, habiendo pasado de un escondite a otro con su hijo menor, Martha se asiló en la Embajada de Cuba. Allí estuvo año y medio esperando el salvoconducto, hasta que el general Omar Torrijos intercedió ante el almirante Emilio Massera, que entonces era miembro de la Junta de Gobierno Argentina, y éste le facilitó la salida del país.

Quince días después del secuestro, cuatro escritores argentinos y entre ellos los dos más grandes aceptaron una invitación para almorzar en la casa presidencial con el general Jorge Videla. Eran Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Alberto Ratti (sic)*, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, y el sacerdote Leonardo Castellani. Todos habían recibido por distintos conductos la solicitud de plantearle a Videla el drama de Haroldo Conti. Alberto Ratti lo hizo, y entregó además una lista de otros once escritores presos. El padre Castellani, entonces tenía casi ochenta años y había sido maestro de Haroldo Conti, pidió a Videla que le permitiera verlo en la cárcel. Aunque la noticia no se publicó nunca, se supo que, en efecto, el padre Castellani lo vio el 8 de julio de 1976 en la cárcel de Villa Devoto, y que lo encontró en tal estado de postración que no le fue posible conversar con él.

Otros presos, liberados más tarde, estuvieron con Haroldo Conti. Uno de ellos rindió un testimonio escrito, según el cual fue su compañero de presidio en el campo de concentración de la Brigada Gómez, situada en la autopista Ricchieri, a doce kilómetros de Buenos Aires por el camino de Ezeiza. "En mayo de 1976", dice el testimonio, "Haroldo Conti se encontraba en una celda de dos metros por uno, con piso de cemento y puerta metálica. Llegó el día 20. Dijo haber estado en un lugar del Ejército, donde lo pasó muy mal. Dijo que se había quedado encerrado en un baño, donde se desmayó. Apenas sí podía hablar y no podía comer. El día 21 pudo comer algo. Se ve que andaba muy mal porque le dieron una manta y lo iban a ver con frecuencia. En la madrugada del día 22 lo sacaron de la celda. Parece que lo iban a revisar o algo así. Estaba muy mal y no retenía orines". El testigo no lo volvió a ver en la prisión. No ha habido gestión, ni derecha ni torcida, que la esposa y los amigos de Haroldo Conti no hayamos hecho en el mundo entero para esclarecer su suerte.

Hace unos dos años sostuve una entrevista en México con el almirante Emilio Massera, que ya entonces estaba retirado de las armas y del Gobierno, pero que mantenía buenos contactos con el poder. Me prometió averiguar todo lo que pudiera sobre Haroldo Conti, pero nunca me dio una respuesta definitiva. En junio de 1980, la reina Sofía de España viajó a Argentina al frente de una delegación cultural que asistió al aniversario de Buenos Aires. Un grupo de exiliados le pidió a algunos miembros de la comitiva que intercedieran ante el Gobierno argentino para la liberación de varios presos políticos prominentes. Yo, en nombre de la Fundación Habeas, y como amigo personal de Haroldo Conti, les pedí una gestión muy modesta: establecer de una vez y para siempre cuál era su situación real. La gestión se hizo, pero el Gobierno argentino no dio ninguna respuesta. Sin embargo, en octubre pasado, cuando ya estaba decidido su retiro de la presidencia, el general Jorge Videla concedió una entrevista a una delegación de alto nivel de la agencia Efe, y respondió algunas preguntas sobre los presos políticos. Por primera vez habló entonces de Haroldo Conti. No hizo ninguna precisión de fecha, ni de lugar ni de ninguna otra circunstancia, pero reveló sin ninguna duda que estaba muerto. Fue la primera noticia oficial, y hasta ahora la única. No obstante, el general Videla les pidió a los periodistas españoles que no la publicaran de inmediato, y ellos cumplieron. Yo considero, ahora que el general Videla no está en el poder, y sin haberlo consultado con nadie, que el mundo tiene derecho a conocer esa noticia.




*La mención corresponde a Horacio Esteban Ratti, tal el nombre del entonces Presidente de la SADE  [Nota de F.G.]
En El Espectador, Bogotá, 19 de abril de 1981
Y en El País, Madrid, 21 de abril de 1981

sábado, 4 de mayo de 2019

Jorge Boccanera: Tres poemas







Hablan los ojos de Nazim Hikmet

Sobre mi mano,
la mitad de una manzana brilla.
La otra mitad está sobre una mesa a miles de
kilómetros de aquí.
Es imposible morder esta mitad
sin que duela el vacío.

En Bestias en un hotel de paso (2002)





Esa fotografía que nos sacamos una vez

Me molestaban
los ojos de los vagabundos desde árboles vecinos,
ese enorme sombrero
y los ruidos del tren carguero de las doce,
cada vez que hacíamos el amor debajo de los puentes.
Después,
yo me quitaba el barro de las botas
y regresaba alegre a mi fagot,
mientras tu voz tatuada por mis besos
volvía a los sustantivos de costumbre.
Y te olvidabas pronto del color de mis ojos
y pronto me curaba del filo de tu piel.
Y vuelta al juego de encontrarnos
quizá en un bar entre Perú y Defensa,
o en la vieja recova,
si era domingo en plaza San Martín.
Y otra vez tus labios despintados
alimentando pájaros ocultos
en los trapos más negros de mi barba.

Y un nuevo jet cruzó todo el espacio,
una ciudad pasó a llamarse Ho,
se agudizó la histeria del fascismo,
nadie habló del otoño durante doce meses,
y cada vez que pasa un tren carguero, suena esa melodía
"La gradisca si sposa e se ne va".
Y ya nadie se ama debajo de los puentes
donde los vagabundos crecen en número y silencio.

En Música de fagot y piernas de Victoria (1979)



Un hombre
A Humberto Costantini

Un hombre se me viene cayendo por la sangre
con una copa rota entre los dientes
no soy yo
somos todos
la soledad
el tajo de odio en la memoria somos

un hombre se me viene derrumbando
por la oscura saliva del silencio
salpicando mis ojos con antiguas cucharas
lágrimas que él inventa cuando pisa
los charcos de mi sangre

un hombre se me viene cayendo por la herida
no hagan música o fuego
no soplen ni respiren
quiere decirnos algo

hay un sur de rodillas preguntando
dónde estábamos todos
cómo fue que dejamos crecer la indiferencia
para que de una puerta salga el enceguecido
tirando puñetazos al aire
echando espuma por la boca

un hombre se me viene cayendo por la sangre
con pasos de borracho
no hagan ruido no escupan
no demoren quiere decirnos algo.

En Contra el bufón del rey (1980)


lunes, 29 de abril de 2019

Julio Cortázar: Dos poemas [«Aftermath» y «Chatterton»]







Aftermath


Dime por qué todavía te deseo, por qué tu nombre vuelve
como el hacha a la herida en una amarga visitación de la medianoche,
a la vera de un campo funerario donde larvas multiplican
húmedas babas, recuento interminable de torpezas,
dime desde esa nada donde ahora te atrincheras, dime
por qué me basta componer un mecanismo elemental de sílabas,
discar en el cogollo de la niebla las cifras de tu nombre
para que solitariamente
me agobie la esperanza de una menuda migración de dedos por mi pelo,
de una fragancia donde habita el musgo.






Chatterton


La esperma del ahorcado, un ágata, el ojo salaz del basilisco,
cómo a través del pomo que figura una lágrima hipócrita
se ve flotar en tanta imagen la luz violeta del crepúsculo.
Irrisorio nepente que beberé para engendrar
la versión que algún día se aliará con mi nombre.
¿Habré mentido hasta el final, esta última flaqueza
que dejará en mi boca su amarga flor de espino?
¡Oh mi verdad, pequeña luna entre los dedos,
incomprensible fábula secreta!

Me encontrarán, me lavarán, me enterrarán silbando.
Perdonad si no ayudo,
poco tendré que ver con esos ritos.
Soy mi primer historiador, juglar de ausencias. ¿Quién
podría acusarme
otra vez de falsario? Ya no es falso
esto que se confunde con los otros fantasmas; una niñez,
un reino, una poesía,
una mujer que juega con su anillo.

Alza entonces la copa, Thomas Rowley, bebamos
esta demostración perfecta de inocencia.




Poemas publicados en Último Round 2 T  (1969)

domingo, 7 de abril de 2019

Francisco Umbral: Haroldo Conti







10 de mayo de 1979.

Haroldo, hermano; Haroldo Conti, cómo lo hiciste, che, que te han perdido, que te hemos perdido, que te nos has desaparecido, Haroldo, pibe, página par y magistral de la que uno se siente página impar por escribir. Y nunca más se supo, ay don Videla, y nunca más se supo de este Haroldo, cuyo nombre panzudo me sonaba a Bertoldo, aquel bufón de infancia leído en las bibliotecas municipales, y un poco Bertoldo eras, ay Haroldo, Bertoldo, Bertoldino y Cacasano, un poco alapatalallana, dejado de ti mismo, ay huevón, caminante diurno, paseante nocturno, transeúnte puro, zascandil de Buenos Aires, mera peatonalidad de la raza de los flanneurs, Poe caminando solo, Baudelaire caminando solo, tú caminando solo, Haroldo Conti, y ese primazgo italiano que te asoma al apellido, golfo de uno y otro Palermo, escritor mágico y prosaico, secuestrado viandante del mito de la gran ciudad.

-De Haroldo se supone que está vivo me dice Etelvina Astrada por teléfonos urgentes. Hecho un vegetal, hecho un despojo, pero vivo.

Cómo me emocionó a mí este escritor, cómo me hermanó su vagabundeo de la ciudad, su cachaza lírica, su tardanza de pantalón un poco caído, Clodomiro genial en la tarde rosa de Buenos Aires. Hoy se cumplen tres años de tu secuestro, Haroldo, huevón, por qué te distrajiste, boludo, vos ves lo que ahora pasa, ya te dije, te volverías a mirar un culo, como dentro de tus novelas, un culo de muchacha arregladita, y así te echaron mano, viejo, así el guante de goma y de calambre te cogió las solapas, tus solapas, siempre las imagino un poco vueltas para afuera, como las de algunos de tus personajes: solapas de paria, de piernas, de boludo nomás, de huevón a quien todo el mundo agarra de las solapas, a quien los meses y las inmobiliarias y los esquineros zarandean por las solapas. Peor que muerto estás, Haroldo, que estar desaparecido y más y peor que estar muerto.

Con otra gente, siempre con otra gente en vida, de por vida, vagabundo, bohemio, golfo, mal hombre, poeta, cómo en tus libros Buenos Aires me ha sabido a Buenos Aires. Sólo en Evaristo Carriego, en Borges, en Cortázar y en ti tu ciudad me ha sabido tanto a sí misma, prisma de confiterías, y dentro de cada confitería, engastado en pernod y galicismos, un filósofo porteño resolviendo el mundo y el Cono Sur.

Haroldo de Chacabuco, hijo de los años veinte, cuando Oliverio Girondo y Macedonio Fernández eran vanguardia en la capital, licenciado y novelista, docente y discente, dado a cines y a teatros, dado a premios, conociste la gloria veracruzana y la gloria cubana y la gloria catalana, tu prosa hizo crisis en Crisis, de ti nos venía el sudeste de todos los veranos, y en mayo del 76, andarín de tu órbita, andariego cansino de tu ciudad, flanneur crepuscular de Buenos Aires, ya se te vio entre dictaduras y secuestros, miniado por los torturadores, sencillamente enfermo.

Incontables son los ausentes. Ausentes son los incontables. Treinta mil es incontable cifra, incontinente horror continental. Y tú entre ellos, Haroldo, llevas una temporada de cadáver que transita, paseante de la nada de tu desaparición, llenando el hueco que dejas, la Brigada Güemes, los perros policía, y tú memorizando nombres, paisanos, camaradas, compañeros, un nombre en la memoria, un diamante en la frente, algo que recordar, algo para decir a los demás, un nombre que evocar entre los vivos o entre los muertos, que el nombre de un amigo basta para poner en pie los cementerios y el nombre de un fusilado basta para momificar todos los vivos, como se momifican en nuestro español cementerio de Ronda.

Desmayado en los baños, como un agua sucia con ojos en el fondo de la fontanería, Haroldo Conti, sin hablar ni comer, un viernes se te viera tomar algo, te dieron una manta, tendrías frío, escritor, todos lo tenemos, al final sólo le dan al escritor una manta donde caerse muerto.


En El País, Madrid, 10 de mayo de 1979
Foto: Roberto Fernández Retamar, Haroldo Conti, Fidel Castro
Saúl Ibargoyen Islas y Marta Acuña (compañera de Conti)
Cuba, 1975

domingo, 3 de marzo de 2019

Florencia Giani: So be it







quien
tuvo a sus ojos

sucio visillo
nailon raído banderola
puerta cadena
espejo sin azogue

cuando se contornearon
en la humedad
el techo

el salitral las dunas
el animal ardido
la niña bruja
los insepultos
el aura presentida
el río negro

(la belladona,
la herida,
los venenos)

entonces
saliva sangre
calostro nerolí
bestia ordeñada
hechizo insecto

y los caballos
y el sol espléndido
y los jinetes corriendo en el océano
against all odds

quien
así sea


Caballo en el mar
Mar de Ajó, Enero de 2014
Foto ©Florencia Giani

miércoles, 6 de febrero de 2019

Rainer Maria Rilke: Tercera Elegía








Una cosa es cantar a la amada. Otra, ay, ese oculto,
culpable, río dios de la sangre. Aquél a quien ella
lejanamente conoce, su muchacho, ¿qué sabe él,
realmente, del señor del placer, quien con frecuencia,
desde su soledad, antes de que la muchacha lo sosegara,
incluso como si ella no existiera, oh, chorreando
de qué incognoscible, levantaba su cabeza de dios,
convocando a la noche a la revuelta interminable?
Oh, Neptuno de la sangre; oh, su terrible tridente.
Oh, el oscuro viento de su pecho desde la retorcida
caracola. Escucha cómo la noche se ahonda y ahueca.
Ustedes, estrellas, ¿acaso no viene de ustedes, el placer
del amante en el rostro de su amada? ¿No recibió
el amante su íntima visión del puro rostro de la amada,
del astro puro?


Ni tú, ay, ni su madre, al muchacho,
le tendieron tan expectante arco de las cejas.
No fue junto ti, muchacha que sientes al muchacho, no
fue junto ti, que sus labios se curvaron
en la expresión más fértil. ¿De veras crees que tu leve
aparición lo sacudió, tú, la que camina como brisa
matinal? Le aterraste el corazón, sí, pero terrores
más antiguos se arrojaron sobre él durante el choque
en que ustedes se unieron. Llámalo... tu llamado
no lo separará del todo del compañero oscuro. Cierto,
él quiere, se escapa; aliviado, se acostumbra
a tu corazón secreto, se toma a sí mismo y empieza.
¿Pero empezó él alguna vez? Madre, tú lo hiciste
pequeño, tu fuiste quien lo empezó; para ti fue nuevo,
tú doblaste sobre los ojos nuevos el mundo amistoso
y rechazaste el extraño. ¿Dónde, ay, quedaron los años
cuando tú apartabas de él, con sólo tu delgada figura,
al bullente caos? Así le escondiste muchas cosas;
el cuarto, sospechoso en las noches, se lo hiciste
inofensivo; con tu corazón lleno de refugio mezclaste
a su espacio nocturno un espacio más humano.
No en la oscuridad, no, sino dentro de tu ser
más cercano, pusiste la lámpara, que brillaba
como surgida de la amistad. En ningún lugar
ni un crujido que no explicaras sonriendo,
como si desde mucho tiempo atrás supieras, cuándo
las duelas se comportan así...Y él te escuchó
y se sosegó. De tanto era capaz, tiernamente,
cuando se alzaba, tu presencia; detrás del armario
se levantó, en abrigo, su destino, y su intranquilo
futuro fue semejante a los pliegues de la cortina,
que se remueven con facilidad.

Y él, el que ha recibido alivio, acostado, bajo
párpados adormecidos disolviendo tu ligera dulce
figura, mientras saborea su antesueño, parecía
protegido... Pero, dentro: ¿quién defendía,
quién dentro de él impedía las altas mareas del origen?
Ay, ninguna medida de precaución había ahí,
en el durmiente; durmiendo, pero soñando, pero
enfebrecido: ¡cómo se aventuraba! Él, el nuevo,
el medroso, cómo se atascó entre las proliferantes
lianas del acontecimiento interior, enmarañado
hasta ser algo exótico, una maleza estrangulante, bestiales
formas que se daban caza. Cómo se entregaba. Amaba.
Amaba su interior, su selva interna, este bosque
originario en él, sobre cuyo mudo ser de derrumbes,
de un verde luminoso, su corazón se levantaba. Amaba.
Lo abandonó, siguió adelante por las propias raíces
hacia el poderoso origen, donde su pequeño nacimiento
ya había sobrevivido. Amando, descendió a la sangre
más vieja, a los barrancos donde yace lo terrible,
todavía ahíto de los padres. Y todos los terrores
lo conocieron, le guiñaron, como si estuvieran
de acuerdo. Sí, lo horrible sonrió... Rara vez
has sonreído con tal ternura, madre. Cómo él no iba
a amar lo que le sonreía. Antes que a ti lo amó a él,
pues cuando lo concebías, ya estaba disuelto en el agua,
que aligera el germen.

Mira, nosotros no amamos, como las flores, gestados
durante un solo año; nos sube, cuando amamos,
por los brazos, una savia inmemorial. Oh, muchacha,
esto: que nosotros no amamos dentro en nuestro adentro,
lo único, ni lo venidero, sino a la fermentación
innumerable; no al niño individual, sino a los padres,
que como los escombros de la montaña fundamentan
nuestro suelo; sino como el seco lecho del río
de madres antiguas; sino todo el paisaje silencioso
bajo el destino nublado o claro: esto llegó antes
que tú, muchacha. Y tú misma, ¿qué sabes?; tú
conjuraste lo primigenio en el amante. Qué sentimientos
bulleron, emergiendo de los seres desaparecidos.
Cuántas mujeres te odiaron en él. ¿Qué hombres
tenebrosos excitaste en las venas del muchacho?
Niños muertos trataron de ir hacia ti... Oh, suave,
suavemente, muéstrale una jornada diaria, amorosa
y segura; llévalo al jardín, dale el contrapeso
de las noches,
contenlo...



Duineser Elegien (1922), versión castellana de José Joaquín Blanco

  

viernes, 11 de enero de 2019

Florencia Giani: Sedna







y aun sucumbir
a la evidente necedad
de edificar
sobre la arena

-lo que desaconseja todo dios-

la insostenible habitación
templo
morada
altar
para la flor
brote o promesa

que vivirá
tal vez
o no

menos que el sol
que hoy

lo ciega

o lo encandila
hiere
quema
ama

más


Sedna
Nueva Atlantis, Enero de 2019
Foto ©Florencia Giani