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lunes, 14 de septiembre de 2020

Juan Rulfo: Acuérdate






Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el “rezonga ángel maldito” cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos “el Abuelo” por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos. Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban “hosannas” y “glorias” y la canción esa de “ahí te mando, Señor, otro angelito”. De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.

La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña “para que se les endulzara la boca a sus hijos”. Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.

Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.

Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.

Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.

Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento.

Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: “Ya me las pagarán caro”.

Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.

Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.

Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.

Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.

Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.

Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.

Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.

Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.





En El llano en llamas (1953)

Retrato de Juan Rulfo

Fotografia Archivo Manuel Alvarez Bravo, S.C.

Al pie: "Acuérdate", de Juan Rulfo, ilustración de Serrgio Michilini

lunes, 10 de agosto de 2020

Francisco Urondo: Benefacción

 


Benefacción


Piedad para los equivocados, para

los que apuraron el paso y los torpes

de lentitud. Para los que hablaron bajo tortura

o presión de cualquier tipo, para los que supieron

callar a tiempo o no pudieron mover

un dedo; perdón por los desaires con que me trata

la suerte; por titubeos y balbuceos. Perdón

por el campo que crece en estos espacios de la época

trabajosa, soberbia. Perdón

por dejarse acunar entre huesos

y tierras, sabihondos y suicidas, ardores

y ocasos, imaginaciones perdidas y penumbras.



En Poemas póstumos (1970-1972)

Luego en Obra Poética (2014)

domingo, 12 de julio de 2020

José Portogalo: Los pájaros ciegos



José Portogalo, Hugo Di Taranto y Elías Castelnuovo   Fotografía publicada en Historia de la Literatura Argentina, CEAL tantamaldad.blogspot.com



1

Doménico Scalise,
italiano del sur de la península,
pescador, albañil, peón en una chacra
y silbador de tangos en mi barrio.
(Villa Ortúzar entonces nacía en una esquina.
Acordeón de los patios perfumaba sus tardes,
guitarra bolichera su noche de las quintas,
una plaza soñaba, confiada, entre gorriones
y pibes que encontraban su destino en la calle.)

Cuando vine a estas tierras era un niño,
tenía un cielo de oro en las espaldas
y un pájaro en los ojos.
Un día llegué al sueño. Desde entonces
reposo en una fosa golpeado por la lluvia,
por los vientos australes y la nieve.
Cavé mi propia tumba
y al levantar los brazos miré al cielo gritando
 ¡viva la libertad!
Un proyectil de máuser agujereó mi frente.
Pero no he muerto, sigo respirando en el mundo.
Mi ceniza es del pueblo.


José Portogalo - Los pájaros ciegos y otros poemas, Capítulo - tantamaldad.blogspot.com


2

Fermín Aguirre, hermano del jilguero.

Desde gurí, descalzo sin letras, con un silbo,
soñé junto a la orilla del río con el cielo.
Fui tropero después. Bajo la Cruz del Sur
arrimé a mi cansancio la vigilia del sueño.
y fui además galope, temblor de brisa suelta,
incendiado de parvas y eucaliptos
con los cantos del gallo sobre el hombro.

Los pájaros venían de las nubes
—calandrias que orquestaban todo el rumor del alba,
y estaba el colibrí como un relámpago
y el zorzal con su cofre de cristal y rocío,
también estaba el mirlo con su carbón de plumas
y el cardenal, arisco, de púrpura y ceniza—.

La tarde, mi hermanita desnuda entre los cardos,
traía el corazón de las cigarras,
el sauce su pobreza
de pescador confiado en el milagro,
la noche sus harapos de vieja en los caminos.

Mi voz era la brasa de una copla
con desvelo de pueblo en la guitarra
y un saludo efusivo de boliche y galpones.

Chingolito celeste latía mi palabra.

Un día dije: —Amigos, el trigo está en mis manos,
es mío y me lo roban con sus dientes la máquina,
los silos, las planillas, las bolsas, los anteojos
y aquel «Private», espeso cubil de oro podrido.

(Entonces eran míos tan sólo la distancia,
el aire, el mate amargo, la hermosura del cielo;
tenía por almohada las ortigas,
por sábana los trapos de la noche al sereno
y por amor la copla de mis penas.)

Cuando dije «la tierra es mía, es tuya»,
alguien quebró mi voz. Ya no estaba en el día
chingolito celeste, mi palabra.

Unas gotas de sangre, amontonadas,
mojaban mi cabeza entre los yuyos.

Mi epitafio es un trébol que sonríe en el campo.



3

Fue una tarde en octubre.
La primavera entonces lucía entre los árboles
sus primeros fulgores.

Los gorriones, tan díscolos, llegaban a la fuente,
se mojaban el pico, sacudían las alas
y luego recortaban el aire con su vuelo.

El cielo estaba azul sobre la plaza,
se paseaba, inocente, en los canteros
y soñaba, después entre las hojas.

Alguien gritó:
¡viva libertad!

Junto a un charco de sangre estaba yo.
Yo Juan Pérez, asturiano, profesión panadero,
veinte años de Argentina, con tres hijos,
un río de esperanza entre mis manos,
el corazón del mundo en mi garganta
y una copla en mi pecho.

La primavera, ciega, se amontonó en mi sangre.
Desde entonces mi copla perdura entre los pájaros.


José Portogalo - Poemas con habitantes - tantamaldad.blogspot.com

4

Viene el aire y pregunta:
—¿Quién eres tú?

La tierra que me alberga, contesta:
—Es un adolescente, asesinado
hace ya cuatro décadas y media, en una calle.
Tenía madre, padre, hermanos y un oficio.
Era digno y resuelto como un pájaro.
También era muy pobre. Sin embargo, reía
con esa risa fresca de los niños
que aman el corazón de la mañana,
la aventura, los grillos y las locomotoras
que dan el horizonte en sus silbatos.
Era igual que una ráfaga.
Su vida, o esparcida entre amigos, traía una bandera
de pan, de manos sueltas, de voces fraternales.
Su vida era un saludo de campana y de hoguera,
cordial como esa música de acordeón en la noche.
Su escudo era el escoplo, la garlopa y la gubia.
Quería a una muchacha con el nombre de un sueño
y al cielo que en su barrio tuteaba a las palomas,
el agua de los charcos,
las veredas, el cerco, la casa de los pobres.
Un primero de mayo, mil novecientos nueve,
un proyectil de máuser
lo tumbó sobre el barro de Céspedes,
esquina Álvarez Thomas. Se llamaba José.
Su apellido español verdece en un romero.

Viene el aire y pregunta:
—¿Quién eres tú, contesta?

—Apenas soy un hombre. La edad no la recuerdo
Mi destino nació señalado en la pólvora.

Viene el aire y pregunta:
—¿Quién eres tú?

La tierra que me alberga, contesta:
—La mañana, infinita, en su tumba fulgura.


5

En la fosa común, aislado, entre los yuyos,
no sé qué haré, desnudo, con esta muerte mía
que cabe en una flor.

(Al paso de pesados camiones de lecheros
y de la madrugada que llega de las quintas,
me acerco a aquellos días infancia olvidada
nacida de repente en un baldío).

Estoy solo, gritando, en una esquina,
peleándome la voz como un pájaro ciego.

La mañana venía cargada de gorriones,
de tranvías, chirriantes, con rumor de mercados,
de suburbio, bostezo, blasfemias y silbidos
que traían un sueño de muchacha o la imagen
de un corazón que ríe, silencioso, en un beso.

Alguien compraba un diario.
Me daba su chirola de sonrisas un viejo,
su grito un vigilante mal dormido,
su mano el sol cordial tenido en la vereda.

La noche, una madrastra, me cerraba los párpados,
sus estrellas caían en mí como una colcha;
también el viento, a veces, me cubría las carnes
y hasta un perro llenaba de asombro mi inocencia
—sus ojos, empapados de ternura, fulgían
goteando dulcemente por las lágrimas—

Yo respondía al nombre de Juan o «Pie de vidrio».
Y un día, cara al cielo, quedé sobre el asfalto.

(No tengo otros recuerdos de mi vida de niño.
Y ahora en el osario común, bajo la tierra,
no sé si yo he nacido, ni si esta muerte mía
está en mi corazón, como yo, solitaria.)

Y es este mi epitafio: «Pie de vidrio», un expósito.


En Poemas con habitantes (1955)