Es tarde. El aparcamiento de abajo está casi vacío. Las luces son escasas; y la torre Eiffel en
miniatura que hay al fondo, equivalente, en el sentido opuesto, a las “japoneserías” del siglo
XIX en Europa, ya no tiene más que una pequeña punta roja en la cúspide.
En esta habitación trivial, sin lazo alguno con el pasado ni con el porvenir (y por esa razón
se es más uno mismo), en medio de un día o de una noche cualquiera, ocurre este milagro
de repente, esa gracia que a veces desciende: no un instante de felicidad, pues la felicidad
no se cuenta por instantes, sino la conciencia repentina de que la felicidad nos habita. Los
objetos que componen la vida, dispuesta repentinamente con un orden distinto, vuelven
hacia nosotros su rostro lleno de sol. Arrebato del espíritu y de los sentidos (Baudelaire no
se equivocó), levitación durante la cual el alma flota como en una nube de oro. Del mismo
modo que, cuando vamos en avión, las formidables nubes, bajo las cuales se ahoga la tierra,
se convierten bajo nosotros en deslumbrantes glaciares blancos y azules. Felicidad pura
que, en otros momentos, podría también ser pura desdicha. Bastaría con que los mismos
elementos volvieran hacia nosotros su faz sombría. En ambos casos, hay plenitud, pero la
de la felicidad es solar.
La torre Eiffel auténtica y su imitación de Tokio no son más que un decorado bajo el cual
subsiste el caos. Pero la felicidad, cuando sobreviene, da brevemente un sentido a las cosas:
una parcela, al menos, se siente liberada, salvada. En la desdicha, si es que uno lo consigue,
el valor ocupa el lugar del sol.
Marguerite Yourcenar
En Una vuelta por mi cárcel (publicación póstuma, 1991)
Versión castellana de Emma Calatayud
Portada de la edición castellana del libro
