Anoche tuve un sueño, muy confuso
y triste. Muy hermoso a la vez. Yo tenía diez años.... Pero nadie me va a
entender. Mejor primero les relato un poco de historia.
El Cine Capitolio, en Liniers,
frente a la estación del tren, había sido durante toda una época, una especie
de guardería para chicos de ocho, diez, doce años. Los padres trabajaban y les parecía
que era más seguro meternos en larguísimas funciones, que dejarnos en las
calles del barrio a la buena de Dios.
A veces, a la salida, a eso de
las ocho y media de la noche, alguna de las madres se acercaba a buscarnos, al
regresar de la labor. Cuando eso no ocurría, gastábamos nuestros centavos a la
salida, en la pizzería de Don Ramón, donde obtenían un exquisito gusto que
nunca más he probado. Luego volvíamos a pie por la General Paz, tirando tiros
con los dedos, simulando revólveres y haciendo onomatopéyicos ruidos con la
boca. Bob Steele, Ken Maynard, Roy Rogers, y Tom Mix, entre otros, eran
revividos en sus hazañas por el pequeño grupo de pibes.
Y los martes y viernes, a las
películas de cowboys, (llamadas simplemente de "comboy" por
nosotros), se agregaba al final de la sesión un episodio de la serie que en ese
momento se estaba exhibiendo. Desfilaban entonces "El imperio
submarino", “Las calaveras del terror", "El
imperio fantasma", "La flecha sagrada"....
Como la misma serie la daban
simultáneamente en varios cines, el transporte de la única y muy mala copia, se
hacía en moto entre sala y sala. Con frecuencia, por cualquier motivo la moto
no llegaba a tiempo, hecho que daba sistemáticamente origen a descomunales
protestas y bataholas, que sólo terminaban cuando Castillo, el gigantesco factótum
del cine, prendía las luces y entraba a la sala. El que no se calmaba cometía
un grave error, porque Castillo las gastaba muy duras y el eventual rebelde,
terminaba de una oreja o a los empujones en la calle, dependiendo del tamaño y
la edad del transgresor.
Castillo era muy temido por todo
el mundo, incluso por los peones del Mercado de Liniers, que quedaba a la
vuelta, fornidos changadores de cajones de frutas o verduras o cargadores de
medias reses. Estos, después de almorzar y antes de la tarea vespertina de
descarga de camiones, solían optar por la siesta en el "bío"
y, luego de la primera película, retornaban al pesado trabajo.
Cuando se cortaba la cinta que se
estaba proyectando, (cosa muy frecuente por estar muy usadas), silbidos, gritos
y violentos pataleos en la pinotea, hacían que los acomodadores,
estratégicamente distribuidos, iluminaran con sus linternas al azar. Si localizaban
alguno de los revoltosos, Castillo hacia el resto.
La barra de mis amigos y
compinches era terrible.
Uno de los más conocidos era "El
famoso", como él se autodenominaba, aunque por apocopamiento nosotros
le decíamos Fama, a secas. Era hermano del changador Cambrona, un grandote
bonachón y desdentado. La hermana era una silvestre flor del barrio, que, como
suele ocurrir, se fue para el Centro y no regresó nunca más.
Pues bien, el mentado Fama, era quien proveía a Don Ramón de los tomates para la pizzería. Para ello se agenciaba los que se descartaban de los cajones por muy maduros, machucados o simplemente en fermentación. Lo supe muchos años después. Tal vez allí estaba el secreto del gusto inimitable de aquella inolvidable pizza.
Los lunes, en general proyectaban
películas de misterio, que atraían un público algo más selecto. Mis amigos y yo
desentonábamos un poco, porque eran vistas para grandes. No había ni pornografía
ni el tipo de brutal violencia de los filmes de hoy en día. Se cumplían, sin
embargo, en los papeles, las restricciones para menores de catorce o dieciocho
años. Los acomodadores igual nos dejaban pasar, porque nos conocían mucho y
éramos sus mejores clientes.
Bela Lugosi, Boris Karloff, Lon
Chaney, entre los principales del género, nos asustaban con sus zombies o los
monstruos transilvánicos. Esos días la barra volvía más silenciosa, en general
buscando José León Suárez o Montiel, que eran calles más concurridas y mejor
iluminadas.
Algún extraviado lunes de esos
nos sorprendimos viendo por los mismos veinte centavos al colosal Charles
Laughton en el Jorobado. Otros cambiaban algo la temática e incluían policiales
o de piratas y ante nuestros asombrados ojos los espadachines de cubierta nos
dejaban su impronta de valientes. Siempre nos identificábamos un poco con el "muchacho"
de "El Cisne Negro" o de "El Halcón de los
Mares", encarnados por los galanes "lindos" de la
época, como Tyrone Power o Errol Flynn. Después, por desgracia, vinimos a
enterarnos que en la vida real ellos solían no ser tan viriles. Pero eso
ocurrió cuando siendo ya mayores y habiendo pasado tantos años, el habernos
enterado no impide que aquellos chicos del suburbio que los idealizábamos,
disfrutáramos de su heroísmo de ficción.
Entre los detectives, nuestro
preferido era indudablemente Charlie Chan, el inefable chino que al final resolvía
y explicaba todo. Pocas cintas nos atraían, sin embargo, tanto como las de la
Pandilla de Punto Muerto, con la que nos sentíamos unidos por edad, condición
social y tendencia a las travesuras. Eran tan reos como nosotros, solo que
habitaban Nueva York y no Ciudadela.
Uno de esos lunes, Humphrey
Bogart y James Cagnay se enfrentaron, mostrando fenomenales condiciones de
actores. Pero también estaban los jueves. Eran llamados "días le
damas". En general daban películas que en nuestra jerga llamábamos "de
amor", o sea verdaderos plomos. Pero alternando con otras que
frecuentemente eran argentinas. Libertad Lamarque, Catita, Olinda Bozán,
Sandrini, la Duval, Sabina Olmos, Chiola y tantos más, sin olvidar a Muiño y a
Petrone, los dos más grandes. "Chingolo", "El cañonero
de Giles", "Prisioneros de la tierra", "La
guerra gaucha"...
De cualquier manera, cuando un
jueves íbamos al cine, lo hacíamos de mala gana. Las madres nos forzaban, pero
si podíamos sacábamos el bulto. Era mejor quedarse en el barrio que aburrirse
con la Garbo, por ejemplo. Hacíamos el picado interminable a doce goles o el
campeo nato de cabeza, donde el rechazo valía doble y la palomita tres.
Si esos días hacíamos la rabona
al cine, teníamos otras variantes lúdicas, como armar casas-refugio, con chapas,
maderas y ramas. Todos los niños del mundo lo hacían entonces, pero no creo que
también fueran internacionales el maíz reventado en una lata de aceite puesta
sobre un fueguito, que comíamos con fruición, o el sánguiche, (perdón, sandwich),
de mortadela. Las madres que no trabajaban afuera, pero que eran ejes de
populosas familias, tomaban un papel universalizado, representando a todas.
De ahí las meriendas oficiales
que a veces aceptábamos y tomábamos a gran velocidad para no perder preciosos
instantes de irrecuperable juego. Eran proverbiales las manos generosas de Doña
Sabia, la madre de Pepe y Alfredito o las de la de Pancho. Enormes tazones que
ya no existen, llenos de café con leche, tody o mate cocido. Grandes pedazos de
pan con manteca, porque entonces el colesterol todavía no existía. Ya tampoco
el café con leche viene ahora con el mismo gusto. Debe ser que le falta el amor
de aquellas heroínas de nuestra feliz infancia.
Los miércoles eran días de cintas
de guerra. Recién terminaba el segundo conflicto mundial, de modo que el
material era abundantísimo. Gary Cooper, Spencer Tracy, Glenn Ford, Frederich
March, estimulaban nuestra imaginación y luego los sábados y domingos, (esos
días jamás íbamos al cine), reproducíamos batallas, tirábamos granadas y
manejábamos aviones, en tanto que al ser alcanzados por algún proyectil caíamos
moribundos dando cabriolas.
Después de representar esas
escenas bélicas, en una especie de hornito que teníamos excavado en un desnivel
de la yerma placita, hacíamos papas y batatas asadas. Esos manjares,
ocasionalmente los he cocinado para mis hijos, en las cenizas restantes de algún
asado, para que, aunque no sea lo mismo, sepan un poco que gusto poseían las
cosas en aquella infancia mía en el barrio que todavía habito.
También algún miércoles conocimos
al "Bombardero heroico", nos fascinamos con las "Aventuras
en Birmania", o descubrimos "Casablanca", "Casablanca"...
Después la vimos como diez veces, (incluso ahora, pasados tantos años, cada
tanto reveo la copia que tengo en video), porque en el ambiente bélico entraba
otra cosa que no sabíamos bien qué era. Pero enseguida nos dimos cuenta. Desde
adentro de los niños de pantalones cortos que aún éramos, pulsaba por salir la
adolescencia. En estos momentos podría llegar a decir que ella empezó
exactamente en el instante en que Boggy le pide al negro "play it
again, Sam, play it again". Lo confirmaron nuestras inmediatas tendencias,
en las que los revólveres de madera y los aviones armados con el mecano,
comenzaron a ser desplazados de nuestro interés por las trenzas y las blusas
insinuantes.
¡El Cine Capitolio!
Cuando llovía, si se trataba de
un lunes o un miércoles, llamábamos por teléfono al Cine, desde el almacén de
Antonio Ayala, que era el único que había en el barrio, para saber qué cintas
proyectarían.
-Cine Capitolio! -Contestaba
Castillo y nos daba desganadamente la información.
Segundo hogar vespertino de
muchos de nosotros, en especial en aquel inolvidable 1946 de Farro, Pontoni y
Martino. Viejo Capitolio, hoy demolido, convertido en galería comercial o en
algo igualmente intrascendente. También en la otra cuadra, hacia la General
Paz, el tradicional Mercado con ladrillos a la vista alberga un auto-servicio y
un modernísimo shopping center....
Uno de esos miércoles fui al cine
sin compañía. La barra, por una u otra cosa se había borrado y uno de ellos, el
inseparable Carlitos, había caído en cama con una osteomielitis en una pierna
que le duró varios meses. La película que pasaban era muda. Pensé en volver a
casa, pero esperé un rato antes de hacerlo. Era de un mutismo sin gags, como
las de Chaplin y sin hechos conocidos como la repetida anualmente "Pasión"
en colores. El ambiente era medioeval, en blanco y negro, con ejércitos que
se enfrentaban a caballo. Los soldados con armaduras, cascos y máscaras de
hierro, estaban dramáticamente alineados para la lucha. El orden de batalla, se
veía completamente sincronizado. Entendí todo, a pesar de mis escasos diez años
de edad y de ignorar esa parte de la historia. Por la noche, cuando llegué a
casa, comenté con mi padre la cinta, la sorpresa de la nueva experiencia. El
viejo, sorprendido me dijo - ¡Es una película de Eisenstein! Has visto algo
formidable. No sabía que en ese cine dieron estas cosas.
Un siglo más tarde, vi con uno de
mis hijos "La Rebelión de los Boyardos", que el propio
Eisenstein creo que no llegó a ver estrenada, por causa de la censura
stalinista. Igual que yo en 1945, mi hijo se extasió con el gran maestro. Pero
aquella vez, en el Capitolio, la sala había quedado vacía. Tan callados como
los personajes, los chicos presentes y los peones del mercado se habían ido
tomando las de Villadiego. El ruso y yo quedarnos casi solos.
Ora vez vi "La Quimera
del Oro". Allí, Chaplin me demostró que, como en casi todas las cosas
hay un non plusultra. Mi retina y mi más profunda y afectiva memoria,
recuerdan al personaje con el que los pibes azorados nos sentíamos
identificados. Atándose el pantalón con la soga del perro, luchando con el
matón en la cabaña bamboleante sobre el precipicio, comiendo los cordones de
los zapatos enrollados como tallarines o bailando la danza de los panes. Por
haber creado esa escena, sé que Charles Chaplin está en el Cielo,
De vez en cuando veo todavía algún
amigo de aquellos. Fama, por ejemplo, está flaco, viejo y enfermo y va por la
calle como un enajenado, acompañado por un perro gordo. Parecen Don Quijote y
Sancho. O me entero de lo que pasa en sus vidas. Otros ya han muerto o inmerecidamente
nadie los recuerda. Han sido relegados al oscuro olvido, que es otra variable
de lo infinito. Yo mismo, aturullado por el vertiginoso ritmo de la vida
alienante, tiendo a no frecuentar con mis pensamientos esos memorables días en
que, por treinta monedas Victor Mc Laglen vendía a su mejor amigo en "El
Delator" y por treinta centavos nosotros asistíamos a su patético
arrepentimiento.
Tras una de estas magnas cintas
proyectadas en el "bío", en silencio, comíamos la fabulosa
pizza en lo de Don Ramón.
¡Perdón, me había olvidado!
Empecé contando un sueño, que anoche tuve después de comer un asado en mi casa,
(la misma de aquel entonces). Estaban los Vega, Ferrari, Voltura, Lelo, José,
Pancho, Chaplin, Bob Steele, Claudette Colbert, Pimpinela Escarlata, Boggy,
Scarface, Chingolo, el Prisionero de Zenda, Catita y el gigantesco y represor
Castillo, pero con la cara de Iván el Terrible, todos en el Cine Capitolio.
Daban un capítulo de una serie cuyo nombre no recuerdo. El muchacho
estaba en grave peligro. Y cuando se iba a conocer si se salvaba o moría, sonó
el despertador y en ese momento me di cuenta que para saber cómo termina todo,
todavía tengo que esperar que se dé el último episodio.
En La Moneda de Plata, Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1995