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domingo, 24 de abril de 2016

Henri Michaux: Un bárbaro en Japón






«Porque estamos en el Paraíso, todo en este mundo nos hace mal. Fuera del Paraíso, nada molesta, pues nada cuenta.»

Desearía que esta encantadora frase de Komachi, la poeta japonesa, disculpara mis malas impresiones del Japón.


(n.n.*:  En 1931, no había más que combates y, en las calles, desfiles, amenazas, voces de mando. Todo respiraba la irrespirable guerra. Esta situación, que quizá la juventud japonesa a duras penas puede imaginar, se me antojaba el Japón eterno intratable, a lo que era necesario, a lo que yo debía referirlo todo.
Después de una aventura terminada en forma tan deplorable, ofrecen a menudo indudablemente a los bárbaros llegados en el '67 otro rostro, que debe hacer pensar en otras cosas, en otro fondo.)

Lo que les ha faltado a los japoneses, es un gran río. «La sabiduría acompaña los ríos», dice un proverbio chino. La sabiduría y la paz. En materia de paz, no tienen más que un volcán, majestuosa montaña, sin duda, pero en fin un volcán, que los inunda regularmente de fango, de lava y de desgracias.
No sólo falta el gran río, sino los grandes árboles y los grandes espacios. He andado 1.200 kilómetros en las provincias más reputadas del Japón sin ver hermosos árboles. Sé muy bien que los hermosos paisajes no suelen frecuentar las líneas ferroviarias, pero con todo...
El Japón tiene un clima húmedo y traicionero. El lugar del mundo donde hay más tísicos.
Los árboles son miserables, enclenques, delgados, de débil crecimiento, agrandándose difícilmente, luchando contra la adversidad, y torturados todo lo posible por el hombre, que quiere hacerlos parecer todavía más enanos y miserables.
Los bambúes japoneses son tristes, agotados, grises y sin clorofila que Ceilán no querría para cañas.
Lo que no es raquítico no encuentra partidarios. El cedro tiene que ocultarse tras el cerezo enclenque, el cerezo enclenque tras el ciruelo en maceta, el ciruelo en maceta tras el pino en un dedal.
Los hombres son feos, sin brillo, dolorosos, destruidos y secos, con aire de nenes, pequeños empleados sin porvenir, cabos, todos subalternos, servidores del barón X y del señor Z, o de la papa-patria.
Las mujeres parecen sirvientas (siempre servir); las jóvenes, mucamas bonitas.
Son retaconas, cortas, fuertes ante todo, y caderudas desde las piernas hasta los hombros.
A veces graciosas de cara, de una gracia sin horizonte y sin emoción.
De carácter semejante al cuerpo; una gran capa indiferente e insensible y luego una nada susceptible y sentimental.
Una risita tonta y superficial de sirvienta, donde el ojo desaparece como cosido, una vestimenta de jorobada, un peinado complicadísimo (el peinado de geisha), lleno de cálculos de trabajo, de simbolismo, pero de un conjunto tonto.
Una coraza comprimiendo y aplastando el pecho, un almohadón en la espalda, pintada y empolvada al 100 %, constituye la desgraciada creación de ese pueblo de estetas y de sargentos que no ha podido dejar nada, nada en su impulsivo estado natural.
Casas grises, de habitaciones vacías y heladas, trazadas y medidas según un orden duro e intransigente. Calles de balnearios con guirnaldas de florecitas o de lamparitas de colores. Un aire vano y transitorio. Ese lado blanco y playero de la existencia.
Ciudades iguales, inexpresivas y endemoniadamente estrepitosas.
País que, aunque lleno y archilleno, parece desierto, donde ni hombres, ni plantas, ni casas parecen tener cimiento ni amplitud.
Una mentalidad de isleños, cerrada y orgullosa.
Una lengua débil e insignificante, a flor de piel, pero dulce y agradable.
Una religión de insectos, exactamente la religión de las hormigas, el sintoísmo (con su famoso culto del hormiguero), pueblo de hormigas.
País donde todo es conocido, todo abierto, todo espiado, donde ninguna puerta se puede cerrar, donde se encuentra un espía hasta en el baño, desnudo, pero espía (por todas partes lo acompañan a uno), donde una muchacha no muy rica es vendida normalmente a un empresario de burdel, para servir a la multitud (por lo demás, con lo poco personales que son). (¡Servir, siempre servir!)
Pueblo prisionero de su isla, de su máscara, de sus convenciones, de su policía, de su disciplina, de sus impedimentas y de su cordón de seguridad.
Pero, por otra parte, el más activo, el menos charlatán, el más eficaz del mundo, el más dueño de sí. Sin decir una palabra han reconstruido Tokio en diez años; colonizado y repoblado de árboles Corea, industrializado Manchuria, conquistado, modernizado, batido todos los récords...; en fin, lo que todo el mundo sabe...
Pueblo desprovisto de sabiduría, de sencillez, de profundidad, archi-serio, aunque amante de los juguetes y de las novedades, que se divierte con dificultad, ambicioso, superficial y destinado visiblemente a nuestro mal y a nuestra civilización.

* * *

No hay en la tierra actor más gritón que el japonés, y con tan escaso resultado. No dice su idioma, lo maulla, lo eructa, y brama, vocea, relincha, gesticula como un poseído y a pesar de eso no convence.
Hace «decorativamente» esas contorsiones horribles que quieren expresar el dolor, y que no expresan más que el trabajo horrible que se da para representar el dolor; dolor remedado por un hombre que no sabe lo que es (son un montón de estetas) ante un público de estetas que tampoco lo sabe.
Llora, gime; un armazón de gemidos del que no se saca nada.
Como la sonrisa japonesa que sólo muestra los dientes, la amabilidad no se ve.
Con refunfuñonas voces de viejos, tratan de dar importancia a su pacotilla, con su idioma mediocre, y sus historias de vendettas, con gemidos prolongados, con sílabas enfiladas de gatas en celo en la soledad de la noche y en la exasperación nerviosa, los actores japoneses son los seres más falsos, más insoportables de toda el Asia y de toda Europa (sin excluir a las cantantes coreanas).
Teatro de roña, con Voz del Pueblo, Voz de Llamadas al Orden y de advertencias, pero sin grandeza.
Voz fuerte que huele a mil leguas los prejuicios, la vida tomada por el mal lado y un montón de viejas imposturas y obligaciones, y una serie de nociones de segunda mano, pero con una gran mayúscula, donde en medio de las voces del Imperativo categórico (que es el dueño del Japón) circulan los pobres personajes víctimas, y seres subalternos, pero como es de cajón, con grandes aires de matamoros, con un valor exclusivamente decorativo, y una falta tal de variantes que se comprende que en los Nô se les ponga una máscara y que en Osaka, representen simples fantoches de madera de tamaño natural.
Un día vi a un actor representar la ebriedad. Tuve necesidad de un buen rato para comprender. Había compuesto su papel tomando esto de un borracho, aquello de otro, a fulano la debilidad de palabra, a mengano del gesto, o de la acción, o de la memoria, y con esos retazos había formado un traje de arlequín de la ebriedad, que no correspondía a ningún borracho posible, y que no tenía ninguna ilación, ninguna realidad y había sido juntado como por un hombre que no supiera lo que es la ebriedad, y que no pudiera imaginársela interiormente. Y, sin embargo, eso parece inverosímil en el Japón, que es un país de borrachos. Debo decir que era asombroso.
No hay que creer que sea una convención de gran teatro. Vaya usted a los chicos, a los más chicos. Escuche los cantantes de Yosuri, asista a una simple recitación; y siempre el mismo infierno. Primero, un escenario frío, neto y siempre bien hecho. Luego dos mujeres sentadas de cara al público, una a la derecha, otra a la izquierda. Dos. La recitadora o gritona; la acompañante o cacareadora.
La recitadora hace de histérica sentada, da alaridos, vocifera, pero sigue sentada. Largos períodos de barullo nervioso y exterior que no llegan nunca a emocionar, pero que corresponden más o menos a una línea decorativa del sentimiento; la otra acompaña con un instrumento de tres cuerdas, y con una especie de cortapapel golpea vivamente sobre las cuerdas, y salen sonidos serruchados. El golpe de serrucho ocurre cada veinte segundos. Un sonido desesperado. El instrumento parece morir, y veinte segundos después resucita. Eso durante 25 a 30 minutos. Y mientras acompaña cacarea. Hace «guieng» (o ríen, o nieng), luego un silencio, luego hace «hom» con una o tan corta, estrecha, sobresaltada y ridícula donde hay relincho, mala voluntad, negación, aburrimiento, y sobre todo una dureza y una disciplina tremendas.
En cuanto a la música japonesa, hasta la de las geishas, es una especie de agua agria y gaseosa que pica sin reconfortar. (Salvo la admirable música cortesana del siglo xviii, magnífica, realmente imperial... pero que no escuché sino unos años más tarde. Entonces no había los discos ni las facilidades de audición de hoy).
Sin llegar nunca a ser grave, es desgarradora, de un desgarramiento nervioso y de un sobreagudo granguiñolesco. Ningún volumen, ningún asiento. Se divierte en embrollar y martirizar un nervio en el fondo del oído.
El silbido del viento en los cañaverales, y cierta ansiedad dan una penosa impresión de lejanía, pero nunca de infinito y de inmenso.
Recordar que el klaxon es utilizado en el Japón de una manera inútil e intensiva, y que sus notas agudas encantan y hacen de Tokio una ciudad más ruidosa y exasperante que Roma o Nueva York.
La música moderna: melodías tomadas a derecha e izquierda, gitanas, etc., otras propiamente japonesas. Voz fresca y melodiosa de niña, un poco tipo paloma.
Mientras muchos países que a uno le han gustado, tienden a esfumarse, a medida que uno se aleja, el Japón que he aborrecido netamente, cobra ahora más importancia. El recuerdo de un admirable «No» se ha entrometido y se difunde en mí.
Ellos también tienen la culpa, con su maldita policía. Pero la policía no los incomoda, les gusta. Quieren el orden ante todo. No quieren necesariamente la Manchuria, pero quieren orden y disciplina en Manchuria. No quieren necesariamente la guerra con Rusia y los Estados Unidos (eso no es más que una consecuencia), quieren aclarar el horizonte político.
«Dénos la Manchuria, derrotemos a Rusia y a los Estados Unidos, y luego estaremos quietos.» Esta observación de un japonés, me impresionó muchísimo, ese deseo de limpiar.
El japonés tiene la manía de limpiar.
Ahora bien, un lavaje, como una guerra, tiene algo de pueril, porque al poco tiempo hay que recomenzar.
Pero el japonés ama el agua, y el Samurai, el honor y la venganza. El Samurai lava con sangre. El japonés lava hasta el cielo. ¿En qué cuadro japonés han visto ustedes un cielo sucio? ¡Y sin embargo!
Rastrilla también las olas.
Un éter puro y helado reina entre los objetos que dibuja; su extraordinaria pureza ha llegado a hacer creer que es maravillosamente claro un país donde llueve todo el tiempo.
Más clara es todavía su música, sus voces de señorita puntiaguadas y desgarradoras, especie de agujas de tejer en el espacio musical.
Qué lejos de nuestras orquestas de mar de fondo, donde han aparecido últimamente ese farrista sentimental llamado saxofón.
Lo que me helaba de tal modo en el teatro japonés, era ese vacío, que les gusta para concluir y que hace mal al principio, que es autoritario, y los personajes inmóviles, situados en las dos extremidades de la escena, vociferando y descargándose alternativamente, con una tensión realmente aterradora, especies de botellas de Leyden vivientes.

* * *

No soy de los que critican a los japoneses por haber reconstruido Tokio de una manera ultra moderna, de haberlo llenado de cafés, tipo Exposición de Artes Decorativas (Tokio es cien veces más moderno que París). De haber adoptado la geometría pura y neta, en materia de mueblaje y de decoración.
Podría criticar al francés la modernidad y no al japonés. Hace diez siglos que el japonés es moderno. No se encuentra en el Japón, en ninguna parte, el más mínimo rastro de innobles pretensiones estúpidas en el género de lo que se ha llamado estilo Luis XIV, XV, Directorio, Imperio, etc.
Para encontrar algo hermoso en Francia, para ver una silla más o menos decorosa (en tanto que puede ser decorosa una silla) como también una pintura, un cuadro honesto y claro hay que retroceder al siglo xvi y al xv. Cuando usted mira un cuadro de Clouet (y en otra parte, Memling, Ghirlandaio, etc.) hay algo de justo, de seguro, de apacible, adentro, de atento. Luego el siglo pomposo, luego el siglo frívolo, luego el estúpido siglo xix, «el siglo del mal de corazón». Desde el siglo xvi, el europeo se pierde y tiene que perderse, es evidente, para encontrarse.
En el Japón nada parecido, todo fue siempre neto, sin cargazón. No se pintan ni las casas, ni los cuartos, ni los barcos, no se tapiza, no se conoce ese género de pretensión.
Idéntico material para todos, ricos o pobres, y que nunca es feo: la madera.
Evidentemente, la geometría moderna es fría. La del Japón siempre lo fue. Pero siempre les ha gustado... Por otra parte, el japonés que «imita» comete, al imitar, pocas faltas de gusto. No ha imitado el estilo de 1900 que complace a la blandenguería del burgués, satisfecho. Esa idea no se le ocurrió a ningún japonés. Pero el estilo ultra moderno es hecho para él, o más bien era el suyo con otros materiales. Si en una aldea se construye un nuevo café, será ultra moderno. No hay intermediario.

* * *

El europeo, al cabo de muchos esfuerzos, ha llegado a achicarse ante Dios.
El japonés no sólo se achica ante Dios, o ante los hombres, sino ante la ola más pequeña, ante la hoja encogida de la caña, ante una lejanía de bambúes que apenas ve. La modestia sin duda tiene su recompensa. Pues a nadie, en ninguna parte, se le manifiestan hojas y flores con tanta belleza y fraternidad.

*n.n.: nueva nota (postdata del autor a la reedición de 1967)



Henri Michaux
En Un bárbaro en Asia (1933)
Versión: Jorge Luis Borges (1941)
Los ojos de Henri Michaux, foto sin atribución
Cover de la primera edición, Gallimard, 1933

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